Sábado - Día 3 - Decenario del Espíritu Santo

 

 ¡Ven, Santo y Divino Espíritu!
¡Ven como Luz, e ilumínanos a todos!
¡Ven como fuego y abrasa los corazones, para que todos ardan en amor divino!
Ven, date a conocer a todos, para que todos conozcan al Dios único verdadero y le amen, pues es la única cosa que existe digna de ser amada.
Ven, Santo y Divino Espíritu, ven como Lengua y enséñanos a alabar a Dios incesantemente,
Ven como Nube y cúbrenos a todos con tu protección y amparo,
Ven como lluvia copiosa y apaga en todos el incendio de las pasiones,
ven como suave rayo y como sol que nos caliente,
para que se abran en nosotros aquellas virtudes que Tú mismo plantaste en el día en que fuimos regenerados en las aguas del bautismo.

Ven como agua vivificadora y apaga con ella la sed de placeres que tienen todos los corazones;
ven como Maestro y enseña a todos tus enseñanzas divinas y no nos dejes hasta no haber salido de nuestra ignorancia y rudeza.

Ven y no nos dejes hasta tener en posesión lo que quería darnos tu infinita bondad cuando tanto anhelaba por nuestra existencia.

Condúcenos a la posesión de Dios por amor en esta vida y a la que ha de durar por los siglos sin fin. Amén. 


Acto de contrición

 

¡Oh Santo y Divino Espíritu!, bondad suma y caridad ardiente; que desde toda la eternidad deseabas anhelantemente el que existieran seres a quienes Tú pudieras comunicar tus felicidades y hermosuras, tus riquezas y tus glorias. Ya lograste con el poder infinito que como Dios tienes, el criar estos seres para Ti tan deseados.

¿Y cómo te han correspondido estas tus criaturas, a quienes tu infinita bondad tanto quiso engrandecer, ensalzar y enriquecer?

¡Oh único bien mío! Cuando por un momento abro mis oídos a escuchar a los mortales, al punto vuelvo a cerrarlos, para no oír los clamores que contra Ti lanzan tus criaturas: es un desahogo infernal que Satanás tiene contra Ti, y no es causa por lograr el que los hombres Te odien y blasfemen, y dejen de alabarte y bendecirte, para con ello impedir el que se logre el fin para que fuimos criados. ¡Oh bondad infinita!, que no nos necesitáis para nada porque en Ti lo tienes todo: Tú eres la fuente y el manantial de toda dicha y ventura, de toda felicidad y grandeza, de toda riqueza y hermosura, de todo poder y gloria; y nosotros, tus criaturas, no somos ni podemos ser más de lo que Tú has querido hacernos; ni podemos tener más de lo que Tú quieras darnos.

Tú eres, por esencia, la suma grandeza, y nosotros, pobres criaturas, tenemos por esencia la misma nada.

Si Tú, Dios nuestro, nos dejaras, al punto moriríamos, porque no podemos tener vida sino en Ti.

¡Oh grandeza suma!, y que siendo quien eres ¡nos ames tanto como nos amas y que seas correspondido con tanta ingratitud!

¡Oh quien me diera que de pena, de sentimiento y de dolor se me partiera el corazón en mil pedazos! ¡O que de un encendido amor que Te tuviera, exhalara mi corazón el último suspiro para que el amor que Te tuviera fuera la única causa de mi muerte!

Dame, Señor, este amor, que deseo tener y no tengo. Os le pido por quien sois, Dios infinito en bondades.

Dame también tu gracia y tu luz divina para con ella conocerte a Ti y conocerme a mí y conociéndome Te sirva y Te ame hasta el último instante de mi vida y continúe después amándote por los siglos sin fin. Amén.

 

Oración 

 

Señor mío, único Dios verdadero, que tienes toda la alabanza, honra y gloria que como Dios te mereces en tus Tres Divinas Personas; que ninguna de ellas tuvo principio ni existió una después que la otra, porque las Tres son la sola Esencia Divina: que las tiene propiamente en sí tu naturaleza y son las que a tu grandeza y señoría Te dan la honra, la gloria, el honor, la alabanza, que como Dios Te mereces, porque fuera de Ti no hay honra ni gloria digna de Ti. ¡Grandeza suma! Dime, ¿por qué permites que no sean conocidas igualmente de tus fieles las Tres Divinas Personas que en Ti existen?
Es conocida la persona del Padre; es conocida la Persona del Hijo; sólo es desconocida la tercera Persona, que es el Espíritu Santo.
¡Oh Divina Esencia! Nos diste quien nos criara y redimiera y lo hiciste sin tasa y sin medida. Danos con esta abundancia quien nos santifique y a Ti nos lleve. Danos tu Divino Espíritu que concluya la obra que empezó el Padre y continuó el Hijo. Pues el destinado por Ti para concluirla y rematarla es tu Santo y Divino Espíritu.
Envíale nuevamente al mundo, que el mundo no le conoce, y sin El bien sabéis Vos, mi Dios y mi todo, que no podemos lograr tu posesión; poseer por amar en esta vida y en posesión verdadera por toda la eternidad.
Así sea.

 

 

Consideración

 

Veamos en este día cómo nos enseña nuestro Divino Redentor a hacer aprecio y estima del Espíritu Santo.

 

Cuando el ángel miró al hombre y le vio tan inferior a él en naturaleza por una parte y por otra vio lo mucho que Dios le amaba, apenas el Señor hubo castigado al ángel por su soberbia, quitándole la gracia y la gloria, y

castigándole a los infiernos, que creó entonces para sólo este fin, pues hasta aquel momento no le había creado, el Satanás dos veces satanás, apenas allí se vio, no pensó en otra cosa que en cómo había de hacer caer al hombre, sólo porque Dios le amaba.

Como Dios le dejó los dones de naturaleza que le había dado, quitándole solamente la gracia, la gloria y la hermosura y se los dejó para castigar con ellos su soberbia, él los empleó todos en ver los medios de quitar a Dios el placer, que él sabía tenía en el hombre; y toda su sabiduría y ciencia y todo su poder lo empleó en seducir a nuestra madre Eva, como parte más flaca.

Consiguió el seducirla, haciéndola faltar a Dios en el único mandato que les había puesto; pero no logró el privar a Dios del contento que tenía en amar y ser amado del hombre.

En esto se engañó a sí mismo Satanás, porque creyó que seduciendo a los dos primeros seres, Adán y Eva, les iba Dios a castigar como a él, y con esto quedaba Dios privado del contento que tenía en amar y ser amado del hombre. Esto no le dio otro resultado a Satanás, que el tener una segunda derrota; Dios no castigó al hombre como Satanás quería; en esto fue Satanás humillado, porque el castigo que Dios puso a nuestros primeros padres fue temporal, y a Satanás se le dio eterno, por los siglos sin fin, mientras Dios sea Dios, que lo es para siempre..., para siempre.

Dios castigó a los ángeles para siempre... eternamente; porque su pecado fue por malicia; castigó temporalmente al hombre, porque el hombre no pecó por malicia, sino por seducción.

¡Oh cómo se ven aquí las entrañas de misericordia que Dios tiene y lo que le cuesta castigarnos! ¡Cuán presto está a darnos el bien que no merecemos, y cuán tardo es para castigar el mal que hacemos!

El gozar de lo que Él goza y en Sí mismo tiene, nos lo da sin tasa y sin medida; y esto, por pura bondad, sin mérito alguno nuestro; pero el castigar el mal que hacemos, lo hace siempre con tasa y con medida; porque aunque es horrible el infierno que crió, no encerró en él el castigo que el pecado se merece; además, vio toda la infidelidad del ángel y del hombre antes de haberlos creado, y, sin embargo, que lo ve, no determina entonces el lugar para castigarles; espera a que le cometan y entonces lo determina; y lo que era placer, dicha y contento temporal y eterno, antes de crearles, se lo prepara todo y llena la creación entera de bellezas, todas para el ángel y para el hombre.

Y después de tenerles preparadas todas las hermosuras de la creación les crea a ellos para que desde el primer instante de su existencia sean felices y dichosos. ¡Oh cómo eres Dios mío! ¡Cómo eres todo bondad, todo misericordia, todo caridad!

Cuando Eva se dejó seducir, y ésta sedujo a Adán, y le sedujo sin malicia, y seducidos los dos, faltaron al único mandato que Dios les había puesto, apenas el Señor les habló, recordándoles con reprensión su falta, humillados, lloraron y confesaron su culpa.

Entonces el Señor, nuestro Dios, volviéndose a Satanás, le dijo: “Yo les levantaré de su caída con inmensas ventajas”.

Aquella sabiduría de Dios que, como dejo dicho, reside en el Divino Verbo, cuando aquella Divina Esencia echó como una ojeada a toda la Creación, antes de haberla creado, vio el pequeño número de almas, que fieles le habían de servir y amar; y entonces esta sabiduría inmensa e infinita se dio trazas para que, llegados los tiempos, cuando las dos naturalezas unidas estuvieran, este pequeño número de almas fieles a su Dios quedasen congregadas, y desde entonces ya no fueran miradas por Dios como criaturas, sino como hijos de adopción.

Llegados los tiempos decretados para redimir a toda la raza humana, el Divino Verbo se hace hombre y quedan las dos naturalezas unidas y existe en el mundo un Dios y Hombre al mismo tiempo, y vive entre los hombres treinta y tres años un hombre que es Dios.

Estos hombres entre quienes vivía este Hombre Dios, injustamente faltando a toda verdad y a toda justicia, Le condenan a muerte; sube al madero santo de la Cruz y apenas en él se ve crucificado, aquella alma bendita de aquel Hombre que estaba unida a la Divinidad del Verbo, empieza a negociar con Dios, su Padre, el modo como Él deseaba levantar al hombre de su caída.

Y, ¡en qué circunstancias! ¡Coronado de espinas, hecho una llaga de los pies a la cabeza! ¡Las espaldas descarnadas! ¡Los huesos dislocados! ¡Traspasados sus pies y sus manos con gruesos clavos! Sin tener donde descansar ni siquiera donde fijar su cabeza; y en este estado aquella alma bendita de aquel Hombre Dios no cesa un instante de pedir y de rogar a su Padre Le concediera lo que Él tanto para el hombre deseaba; esta alma bendita, que era como un volcán de caridad para el hombre, ardientemente deseaba que quedaran congregados todos los hombres en Él, y Él sería el cuerpo, alma y vida de estos hombres en Él congregados.

Mas, unida como estaba esta humanidad Santísima a la Divina del Verbo, esta Divinidad le comunica la verdad y sabiduría; y esta humanidad bendita, con aquella bondad y sabiduría que el Verbo le comunica, por estar inseparablemente unida, pide le sea dado para el hombre su Santo y Divino Espíritu, para que todos los a Él congregados vivan como un solo cuerpo y una sola alma, y esta nueva congregación sea dirigida y enseñada por el Espíritu Santo, y posesionado ya de esta congregación el Espíritu Santo, mire a todos los allí congregados, no como a criaturas suyas, sino como hijos de adopción, a quienes adopten la justicia de Dios sobreabundantemente reparada por el Dios hecho hombre, la misericordia del Divino Verbo, que unida está a la humanidad Santísima, y la caridad y bondad de este Santo y Divino Espíritu. ¡Oh humanidad santísima! ¿Quién sino Dios puede saber lo que Tú padecías durante las tres horas que pendiente estuviste en la Cruz?

Tú, olvidado del estado tristísimo en que te habían puesto los hombres, sin tener en cuenta nada de cuanto padecías, sin cesar ni un momento de pedir e instar a vuestro Padre celestial que os conceda lo que Le pedís, para todo el género humano; a todos queréis congregar y a todos queréis hacer un solo cuerpo y una sola alma. Y, ¿en qué ocasión?

¡Cuando todos están con sus insultos, mofas y escarnios causando un griterío tal, todo contra Ti! ¡Irritando con su modo de proceder la justicia de Dios! ¡Oh, y Tú, mi vida y mi todo! ¿Qué haces cuando esto presencias? Los disculpas diciendo: “¡Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”, y sigues negociando la dicha eterna del hombre, y pides que se dilaten tus tormentos; pero que se Te dé para nosotros su Santo y Divino Espíritu; que nos enseñe, dirija y gobierne, porque sin el Espíritu Santo no puede el hombre ser elevado a la dignidad que Vos queréis elevarle.

¡Oh almas todas! ¡Mirad el tormento mayor que todo cuanto hasta aquí lleva padecido! ¡Mirad ahora la justicia de Dios, dando a Jesucristo lo que nosotros merecemos! Ardiendo en deseos de conseguir de su Padre Celestial lo que tanto desea conseguir para nosotros.

El poder de Dios, su Padre, hace que quede oculta la divinidad a la humanidad milagrosamente y queda la humanidad de Jesucristo desamparada de la Divinidad.

Este terrible sufrimiento no le entenderán si no es los que han gustado de la unión con Dios, y estando a Él unidos los deja y desampara; y el tormento de Jesucristo y el de estas almas es menos comparable que la sombra con la realidad; y por un momento que esto las suceda, ven partírselas el corazón de sentimiento y dolor.

¡Qué sería este tormento a Jesucristo en la situación en que se hallaba, sufriendo tan terribles dolores, dilatándose lo que Él para nosotros tanto deseaba conseguir! ¡Y a continuación, aquel desamparo que es la pena y dolor para las almas más que el mismo infierno!

¡Oh! ¡Cómo estaría aquella alma benditísima de Jesucristo sintiendo este abandono! No ha dado un quejido en todo cuanto por Él ha pasado y ahora, ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?

¡Lo que mucho vale, mirad a Jesucristo cuánto Le cuesta! Es el don sobre todo don lo que desea alcanzar para nosotros; y antes de dárselo, Le cuesta un sufrimiento sobre todo sufrimiento. ¡Oh lo que costó a Jesucristo alcanzarnos de Dios su Santo y Divino Espíritu!

Él quería congregarnos a todos en Él, que es el establecimiento de la Santa Iglesia; y ésta no podía subsistir sin el Espíritu Santo; y Él dilata su vida, porque poder tenía, como Dios que era, hasta que consiguió de su Padre el Espíritu Santo para nosotros.

Despacha el Eterno Padre su petición; establece su Iglesia y al punto habla y dice: “Todo está consumado”.

¡Almas consagradas al servicio del Señor! ¡Aprendamos de Jesucristo, nuestro Divino Redentor, a hacer aprecio y estima del Espíritu Santo!

¡Ven, Santo y Divino Espíritu! ¡Ven a satisfacer los ardientes deseos de aquel ser humano que Tú formaste en las virginales entrañas de María Inmaculada!, que, aunque es hombre en el padecer, es Dios en el pedir y Dios en el desear; porque pide y desea lo que desea el Divino Verbo, a quien está unido. Desciende a nosotros como lo deseaba y pedía aquel Hombre Dios.

Dirígenos y gobiérnanos en todo, enséñanos a glorificarle, para que, empezando en esta vida, continuemos así por los siglos de los siglos sin fin. Así sea.

 

 


Letanía del Espíritu Santo

 

Señor. Tened piedad de nosotros. 

Jesucristo. Tened piedad de nosotros 

Señor. Tened piedad de nosotros.

De todo regalo y comodidad. Libradnos Espíritu Santo.

De querer buscar o desear algo que no seáis Vos. Libradnos Espíritu Santo.

De todo lo que te desagrade. Libradnos Espíritu Santo.

De todo pecado e imperfección y de todo mal. Libradnos Espíritu Santo.

Padre amantísimo. Perdónanos.

Divino Verbo. Ten misericordia de nosotros.

Santo y Divino Espíritu. No nos dejes hasta ponernos en la posesión de la Divina Esencia, Cielo de los cielos.

Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. Enviadnos al divino Consolador.

Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo. Llenadnos de los dones de vuestro espíritu.

Cordero de Dios, que borráis los pecados del mundo, haced que crezcan en nosotros los frutos del Espíritu Santo.

Ven, ¡oh Santo Espíritu!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu y serán creados y renovarán la faz de la tierra.

Oremos: Oh Dios, que habéis instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concedednos, según el mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo, Señor nuestro. Así sea.

 

 

Obsequio al Espíritu Santo para este día segundo

 

La oración. Con ella, con qué gozo y alegría se vence uno a sí mismo en todo, por difícil que sea y por mucho que cueste el vencerse y mortificarse.

 

Mirad qué fácil le es al pajarillo el subirse a las altas enramadas y a los árboles frondosos y a dilatadas alturas con sólo dos alas que Dios le dio, y cómo cantan cuando luego de hacer su vuelo, se posan en el árbol, manifestando el placer y contento que les causa el volar.

También el alma mortificada tiene lo que el pajarillo, alas para volar; y, como él, también se posa en el árbol, y allí, alegre, manifiesta su contento.

Mirad; poned vuestros ojos en esas almas que ni quieren, ni buscan, ni desean cosa alguna ni del cielo ni de la tierra, sino a su Dios, de quien están viviendo enamoradas. Hallaréis pocas, pero las hay y las ha de haber hasta que el mundo se acabe.

Miradlas; cuando van a hacer uso de la mortificación, echan mano de la oración y del amor que tienen puesto en su Dios.

Como el pájaro, se remontan y suben a gran altura con sus dos alas. Con la oración y el amor que a Dios tienen, se elevan con estas dos alas sobre todo lo creado y hacen su vencimiento propio; y cuando acaban de hacerle, se posan en el monte Calvario, y allí, fijando su mirada, como si allí estuviera todavía el árbol de la Cruz y el dulce Jesús, Redentor Divino en ella, como castas palomas tienen sus arrullos con el amor de sus amores y con ellos manifiestan al amado de su alma que están dispuestas con grande alegría a usar de la mortificación y propio vencimiento, tan pronto como la ocasión se les presente. Y se las presenta continuamente, porque cuando en sí no hallan en qué mortificarse y vencerse, lo hacen las criaturas, permitido y dispuesto por Dios. Y cuando no hay alguna criatura que las mortifique, se encarga entonces Dios; y Dios lo hace, como quien es, grande en todo, demostrando con esto Dios al alma que quiere ser suya, que la mortificación ha de ser continuada, como lo es el latir del corazón.

Animémonos a ello, ya que otra cosa no tenemos que dar a nuestro amable Jesús. ¡Oh qué deseo tenía de dar la vida por nosotros!

Pues digámosle nosotros a Él: ¡Señor!, hambre y sed tengo de morir a mí mismo en todo, para no tener vida sino en Ti, para que, empezando en esta vida, continúe por los siglos sin fin. Así sea. 

 

 

Oración final 

 

Santo y Divino Espíritu, que por Ti fuimos criados y sin otro fin que el de gozar por los siglos sin fin de la dicha de Dios y gozar de Él, con Él, de sus hermosuras y glorias.
¡Mira, Divino Espíritu, que habiendo sido llamado por Ti todo el género humano a gozar de esta dicha, es muy corto el número de los que viven con las disposiciones que Tú exiges para adquirirla!
¡Mira, Santidad suma! ¡Bondad y caridad infinita, que no es tanto por malicia como por ignorancia! ¡Mira que no Te conocen! ¡Si Te conocieran no lo harían! ¡Están tan oscurecidas hoy las inteligencias que no pueden conocer la verdad de tu existencia!
¡Ven, Santo y Divino Espíritu! Ven; desciende a la tierra e ilumina las inteligencias de todos los hombres.
Yo te aseguro, Señor, que con la claridad y hermosura de tu luz, muchas inteligencias Te han de conocer, servir y amar.
¡Señor, que a la claridad de tu luz y a la herida de tu amor nadie puede resistir ni vacilar!
Recuerda, Señor, lo ocurrido en aquel hombre tan famoso de Damasco, al principio que estableciste tu Iglesia. ¡Mira cómo odiaba y perseguía de muerte a los primeros cristianos!
¡Recuerda, Señor, con qué furia salió con su caballo, a quien también puso furioso y precipitadamente corría en busca de los cristianos para pasar a cuchillo a cuantos hallaba!
¡Mira, Señor!, mira lo que fue; a pesar del intento que llevaba, le iluminaste con tu luz su oscura y ciega inteligencia, le heriste con la llama de tu amor y al punto Te conoce; le dices quién eres, Te sigue, Te ama y no has tenido, ni entre tus apóstoles, defensor más acérrimo de tu Persona, de tu honra, de tu gloria, de tu nombre, de tu Iglesia y de todo lo que a Ti, Dios nuestro, se refería. Hizo por Ti cuanto pudo y dio la vida por Ti; mira, Señor, lo que vino a hacer por Ti apenas Te conoció el que, cuando no Te conocía, era de tus mayores perseguidores. ¡Señor, da y espera!
¡Mira, Señor, que no es fácil cosa el resistir a tu luz, ni a tu herida, cuando con amor hieres!
Pues ven y si a la claridad de tu luz no logran las inteligencias el conocerte, ven como fuego que eres y prende en todos los corazones que existen hoy sobre la tierra.
¡Señor, yo Te juro por quien eres que si esto haces ninguno resistirá al ímpetu de tu amor!
¡Es verdad, Señor, que las piedras son como insensibles al fuego! ¡Pena grande, pero se derrite el bronce!
¡Mira, Señor, que las piedras son pocas, porque es muy pequeño el número de los que, después de conocerte, Te han abandonado! ¡La mayoría, que es inmensa, nunca Te han conocido!
Pon en todos estos corazones la llama divina de tu amor y verás cómo Te dicen lo que Te dijo aquel tu perseguidor de Damasco: “Señor, ¿qué quieres que haga?”
¡Oh Maestro divino! ¡Oh consolador único de los corazones que Te aman! ¡Mira hoy a todos los que Te sirven con la grande pena de no verte amado porque no eres conocido!
¡Ven a consolarlos, consolador divino!, que olvidados de sí, ni quieren, ni piden, ni claman, ni desean cosa alguna sino a Ti, y a Ti como luz y como fuego para que incendies la tierra de un confín a otro confín, para tener el consuelo en esta vida de verte conocido, amado, servido de todas tus criaturas, para que en todos se cumplan tus amorosos designios y todos los que ahora existimos en la tierra, y los que han de existir hasta el fin del mundo, todos te alabemos y bendigamos en tu divina presencia por los siglos sin fin. Así sea.

 


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