Mónica, Madre, Esposa, Santa, Compañera






 Se acerca la fiesta de Santa Mónica y quería proponerte una lectura de algunos textos de San Agustín en los que él habla de su madre. Estoy seguro de que, a pesar de los xvi siglos de diferencia vas a encontrar en ella una buena "compañera de camino": madre, esposa, cristiana, santa.

Una madre admirada

Mi madre, que se nos había juntado con traje de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana (Confesiones 9,4,8)

Mi madre amaba a Ambrosio sobremanera por mi salvación, así como él a ella por la religiosidad y fervor con que frecuentaba la iglesia con toda clase de obras buenas; de tal modo que cuando me encontraba con él solía muchas veces prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre, ignorando él qué hijo tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía era imposible hallar la verdadera senda de la vida. (Confesiones 6,2,2)

"Allí se hallaba mi madre, tu sierva, la primera en solicitud y en las vigilias, que no vivía sino para la oración" (Conf 9,7,15)

"la vara de tu Cristo, el régimen de tu Único fue quien la instruyó en tu temor en una casa creyente, miembro bueno de tu Iglesia." (Confesiones 9,8,17)

Hablando de su muerte dice "Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?" Conf 9,10,26)

Una madre que es "voz de Dios"

¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?
Quería ella —y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud— que no fornicase y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Mas estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Pero, en realidad, tuyas eran, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella, por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio. (Confesiones 2,3,7)

Vencedora de sus defectos

Y, sin embargo, llegó a filtrarse en ella —según me contaba tu sierva a mí, su hijo—, llegó a filtrarse en ella cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus padres, como a joven sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de sumergir el vaso por la parte superior de aquélla, antes de echar el vino en la botella sorbía con la punta de los labios un poquito, no más por rechazárselo el gusto. Porque no hacía esto movida del deseo del vino, sino por ciertos excesos desbordantes de la edad, que saltan en movimientos juguetones, y que en los años pueriles suelen ser reprimidos con la gravedad de los mayores. De este modo, añadiendo un poco todos los días a aquel poco cotidiano, vino a caer —porque el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco viene a caer41— en aquella costumbre, hasta llegar a beber con gusto casi la copa llena.

¿Dónde estaba entonces aquella sagaz anciana y aquella su severa prohibición? ¿Por ventura valía algo contra la enfermedad oculta si tu medicina, Señor, no velase sobre nosotros? Porque, aunque ausentes el padre y la madre y las nodrizas, estabas tú presente, tú, que nos has creado, que nos llamas y que te sirves de nuestras personas mayores a fin de hacernos algún bien para la salud de nuestras almas ¿Qué fue lo que entonces hiciste, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste? ¿No es cierto que sacaste, según tus secretas providencias, un duro y punzante insulto de otra alma como un hierro medicinal, con el que de un solo golpe sanaste aquella postema?

Porque discutiendo cierto día la criada que solía bajar a la bodega con la pequeña dueña, como ocurre con frecuencia estando las dos solas, le echó en cara este defecto con un duro insulto, llamándola borrachina. Herida la niña con tal insulto, comprendió la fealdad de su pecado, y al instante lo condenó y arrojó de sí. Cierto es que muchas veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos corrigen insultando; mas no es el bien que viene por ellos lo que tú retribuyes, sino la intención con que lo hacen. Porque aquella criada airada lo que pretendía era afrentar a su señorita, no corregirla; y si lo hizo ocultamente fue o porque así las sorprendió la circunstancia del lugar y tiempo o para evitarse complicaciones personales por haber corregido este defecto tan tarde. Pero tú, Señor, gobernador de las cosas del cielo y de la tierra, convirtiendo para tus usos las cosas profundas del torrente, el flujo de los siglos ordenadamente turbulento, aun con la insania de una alma sanaste a otra, para que nadie, cuando advierta esto, lo atribuya a su poder, si por su medio se corrige alguien a quien desea corregir. (Confesiones 9,8,18)


Mónica, esposa y nuera

Así, pues, educada púdica y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti, luego que llegó plenamente a la edad núbil fue dada [en matrimonio] a un varón, a quien sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las afrentas conyugales, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.

Era éste, además, si por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente colérico; pero tenía ésta cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquillo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.

Finalmente, cuando muchas matronas, que tenían maridos más mansos que ella, traían las rostros afeados con las señales de los golpes y comenzaban a murmurar de la conducta de ellos en sus charlas amigables, Mónica, achacándolo a su lengua, les advertía seriamente entre bromas que desde el punto que oyeron la lectura de las capitulaciones llamadas matrimoniales debían haberlas considerado como un documento que las constituía en siervas de éstos; y así recordando esta su condición, no debían ensoberbecerse contra sus señores. Y como se admirasen ellas, conociendo el fuerte temperamento del marido que tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que Patricio maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en conversaciones amistosas, ella les enseñaba su modo de proceder, que es como dije arriba. Las que la imitaban experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían, esclavizadas, eran maltratadas.

20. También a su suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró vencerla con atenciones y continua tolerancia y mansedumbre, de modo que la misma suegra espontáneamente manifestó a su hijo que las lenguas chismosas de las criadas eran las que turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió se las castigase. Y así, después que él, ya por complacer a la madre, ya por conservar la disciplina familiar, ya por atender a la armonía de los suyos, castigó con azotes a las acusadas a voluntad de la acusante, aseguró ésta que tales premios debían esperar de ella quienes, pretendiendo agradarla, le dijesen algo malo de su nuera. Y no atreviéndose ya ninguna a ello, vivieron las dos en dulce y memorable armonía.

21. Igualmente, a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía!42, le habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen, que con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga ausente, que no delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas.

Pequeño bien me parecería éste si una triste experiencia no me hubiera dado a conocer a muchedumbre de gentes —por haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de pecados— que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados enemigos, sino que añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al contra rio, a un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar ni aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura extinguirlas hablando bien. Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón.

22. Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida temporal, no teniendo que lamentar en él, ya bautizado las ofensas que había tolerado antes del bautismo.

Era, además, sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa conversación. Había sido mujer de un solo varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras43, y había nutrido a sus hijos, pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.

Por último, Señor, ya que por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal manera cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos [en Casiciaco], recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros. (Confesiones 9,9,19-21)

El sueño de Mónica

Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, lloraba en tu presencia mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque veía ella mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes, regaban el suelo allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste, Señor. Porque ¿de dónde sino aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a readmitirme en su compañía y mesa, ella que había comenzado a negarme ante la aversión y detestación provocadas por las blasfemias de mi error?

Soñó, en efecto, estar de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Al preguntarle este joven por la causa de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por ánimo de enterarse como ocurre ordinariamente, sino para aconsejarla, y ella a su vez le respondiese que lloraba mi perdición, le mandó que se tranquilizase y que observara cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Y cuando ella fijó su vista, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla ¿Qué explicación darle a este hecho sino que tú tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y bueno, que así cuidas de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada uno?

20. ¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo persuadir de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día sería ella también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna, me respondió: «No me dijo: donde él está, allí estás tú, sino donde tú estás, allí está él»? (Confesiones 3,11,19)


El hijo de las lágrimas

También por este mismo tiempo le diste otra respuesta, a lo que yo recuerdo —pues paso en silencio muchas cosas por la prisa que tengo de llegar a aquellas otras que me urgen más te confiese y otras muchas porque no las recuerdo—; diste, digo, otra respuesta a mi madre por medio de un sacerdote tuyo, cierto obispo, educado en tu Iglesia y ejercitado en tus Escrituras, a quien como ella rogase que se dignara hablar conmigo, refutar mis errores, desengañarme de mis malas doctrinas y enseñarme las buenas —hacía esto con cuantos hallaba idóneos—, negose él con mucha prudencia, a lo que he podido ver después, contestándole que estaba incapacitado para recibir ninguna enseñanza por estar muy fiero con la novedad de la herejía maniquea y por haber puesto en apuros a muchos ignorantes con algunas cuestioncillas, como ella misma le había indicado: «Dejadle estar —dijo— y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad». Y al mismo tiempo le contó cómo siendo él niño había sido entregado por su seducida madre a los maniqueos, llegando no sólo a leer, sino a copiar casi todos sus escritos; y cómo él mismo, sin necesidad de nadie que le arguyera ni convenciese, llegó a conocer cuán digna de desprecio era aquella secta y cómo al fin la había abandonado.

Pero, dicho esto, como no se aquietara, sino que instase con mayores ruegos y más abundantes lágrimas a que se viera conmigo y disputase sobre dicho asunto, él, cansado ya de su importunidad, le dijo: «Vete en paz, mujer; ¡así Dios te dé vida! que no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas,» Respuesta que ella recibió, según me recordaba muchas veces en sus coloquios conmigo, como venida del cielo. (Confesiones 3,12,21)

Una madre que engendra con lágrimas para la vida verdadera

"tu sierva que me parió en la carne para que naciera a la luz temporal y en su corazón a la eterna." (Conf 9,8,17)
"Mi madre, a cuyos méritos debo lo que soy" (de la Vida Feliz
"Y es que tus manos, Dios mío, no abandonaban mi alma en el secreto de tu providencia, y que mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte en sacrificio por mí la sangre de su corazón que corría por sus lágrimas." Confesiones 5,7,13)

"Detestaba en Cartago una verdadera miseria, buscaba en Roma una falsa felicidad. Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e irme allí sólo tú lo sabías, oh Dios, sin indicármelo a mí ni a mi madre que lloró amargamente mi partida y me siguió hasta el mar.

Pero hube de engañarla, porque me retenía por fuerza, obligándome o a desistir de mi propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí tener que despedir a un amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el viento, se hiciese a la vela. Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me escapé, y tú perdonaste este mi pecado misericordiosamente, guardándome, lleno de execrables inmundicias, de las aguas del mar para llegar a las aguas de tu gracia, con las cuales lavado, se secasen los ríos de los ojos de mi madre, con los que ante ti regaba por mí todos los días la tierra que estaba bajo su rostro.

Sin embargo, como rehusase volver sin mí, apenas pude persuadirla a que permaneciera aquella noche en lugar próximo a nuestra nave, en la Memoria de san Cipriano. Y aquella misma noche me partí a clandestinamente sin ella, dejándola orando y llorando. ¿Y qué era lo que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas, sino que no me dejases navegar? Pero tú, mirando las cosas desde un punto más alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de lo que entonces te pedía para hacerme tal como siempre te pedía.

Sopló el viento, hinchó nuestras velas y desapareció de nuestra vista la playa, en la que mi madre, a la mañana siguiente, enloquecía de dolor, llenando de quejas y gemidos tus oídos, que no los atendían, antes bien me dejabas correr tras mis pasiones para dar fin a mis concupiscencias y castigar en ella su afecto carnal con el justo azote del dolor. Porque también como las demás madres, y aún mucho más que la mayoría de ellas, deseaba tenerme junto a sí, sin saber los grandes gozos que tú le preparabas con mi ausencia. No lo sabía, y por eso lloraba y se lamentaba, acusando con tales lamentos el fondo que había en ella de Eva al buscar con gemidos lo que con gemidos había parido.

No puedo decir bastantemente el gran amor que me tenía y con cuánto mayor cuidado me paría en el espíritu que me había parido en la carne." (Confesiones 5,8,15)

Auténtica maestra

-¿Todos queremos ser felices?

Apenas había dicho esto, todos lo aprobaron unánimemente.

-¿Y os parece bienaventurado el que no tiene lo que desea?

-No -dijeron todos.

-¿Y será feliz el que posee todo cuanto quiere? Entonces la madre respondió:

-Si desea bienes y los tiene, sí; pero si desea males, aunque los alcance, es un desgraciado. Sonriendo y satisfecho, le dije:

-Madre, has conquistado el castillo mismo de la filosofía Te han faltado las palabras para expresarte como Cicerón en el libro titulado Hortensius, compuesto para defensa y panegírico de la filosofía: He aquí que todos, no filósofos precisamente, pero sí dispuestos para discutir, dicen que son felices los que viven como quieren. ¡Profundo error! Porque desear lo que no conviene es el colmo de la desventura. No lo es tanto no conseguir lo que deseas como conseguir lo que no te conviene. Porque mayores males acarrea la perversidad de la voluntad que bienes la fortuna.

Estas palabras aprobó ella con tales exclamaciones que, olvidados enteramente de su sexo, creíamos hallarnos sentados junto a un grande varón, mientras yo consideraba, según me era posible, en qué divina fuente abrevaba aquellas verdades. (De la Vida Feliz)

Una mujer que sabe escuchar a Dios y distinguir sus fantasías

Se me instaba solícitamente a que tomase esposa. Ya había hecho la petición, ya se me había concedido la demanda, sobre todo siendo mi madre la que principalmente se movía en esto, esperando que una vez casado sería regenerado por las aguas saludables del bautismo, alegrándose de verme cada día más apto para éste y que se cumplían con mi fe sus votos y tus promesas.

Sin embargo, como ella, así por ruego mío como por deseo suyo, te rogase con fuerte clamor de su corazón todos los días de que le dieses a conocer por alguna visión algo sobre mi futuro matrimonio, nunca se lo concediste. Veía, sí, algunas cosas vanas y fantásticas que formaba su espíritu, preocupado grandemente con este asunto, y me lo contaba a mí no con la seguridad con que solía cuando tú realmente le revelabas algo, sino despreciándolas. Porque decía que no sé por qué sabor, que no podía explicar con palabras, discernía la diferencia que hay entre una revelación tuya y un ensueño del corazón. (Confesiones 6,13,23)

 Adáptate a las circunstancias 

Cuando mi madre fue en pos de mí a Milán, halló que aquella iglesia no ayunaba en sábado. Comenzó a turbarse y vacilar en su práctica. Yo no me preocupaba entonces de tales problemas, pero por ella fui a consultar sobre este punto a Ambrosio, de feliz memoria. Este me respondió que nada podía enseñar mejor que lo que él mismo practicaba, pues si hubiese conocido otra práctica mejor, la hubiera adoptado. Yo pensé que, al no darme ninguna razón, quería recomendarme, con su sola autoridad, que no ayunásemos el sábado. Pero él siguió diciéndome: «Cuando voy a Roma, ayuno el sábado; cuando estoy aquí, no ayuno. Del mismo modo, cuando vayas a una iglesia, observa sus prácticas, si no quieres servir de escándalo a otros o escandalizarte de otros». Cuando se lo comuniqué a mi madre, lo aceptó de buen grado.  (Carta 54)

El verdadero culto a los mártires

2. Así, pues, como llevase, según solía en África, puches, pan y vino a las Memorias de los mártires y se lo prohibiese el portero, cuando supo que lo había vedado el Obispo, se resignó tan piadosa y obedientemente que yo mismo me admiré de que tan fácilmente se declarase condenadora de aquella costumbre, más bien que criticadora de semejante prohibición.

Y es que no era la vinolencia la que dominaba su espíritu, ni el amor del vino la encendía en odio de la verdad como sucedía a muchos hombres y mujeres, que sentían náuseas ante el cántico de la sobriedad, como los beodos ante la bebida aguada. Antes ella, trayendo el canastillo con las acostumbradas viandas, que habían de ser probadas y repartidas, no ponía más que un vasito de vino aguado, según su gusto harto sobrio, de donde tomara lo suficiente para hacer aquel honor. Y si eran muchos los sepulcros que debían ser honrados de este modo, traía el vasito por todos no sólo muy aguado, sino también templado, el cual repartía con los suyos presentes, dándoles pequeños sorbos, porque buscaba en ello la piedad y no el deleite.

Así que tan pronto como supo que este esclarecido predicador y maestro de la verdad había prohibido se hiciera esto —aun por los que lo hacían sobriamente, para no dar con ello ocasión de emborracharse a los ebrios y porque éstas, a modo de parentales, ofrecían muchísima semejanza con la superstición de los gentiles—, se abstuvo muy conforme, y en lugar del canastillo lleno de frutos terrenos aprendió a llevar a los sepulcros de los mártires el pecho lleno de santos deseos y a dar lo que podía a los pobres, y de este modo celebrar la comunión con el cuerpo del Señor allí, a imitación de cuya pasión fueron inmolados y coronados los mártires.

Pero tengo para mí, Señor y Dios mío —y así lo cree en tu presencia mi corazón—, que tal vez mi madre no hubiera cedido tan fácilmente de aquella costumbre —que era, sin embargo, necesario cortar— si la hubiese prohibido otro a quien no amase tanto como a Ambrosio; porque realmente le amaba sobremanera por mi salvación, así como él a ella por la religiosidad y fervor con que frecuentaba la iglesia con toda clase de obras buenas; de tal modo que cuando me encontraba con él solía muchas veces prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre, ignorando él qué hijo tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía era imposible hallar la verdadera senda de la vida. (Confesiones 6,2,2)


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