Por la Pascua o por la Trinidad
Había una canción infantil, sobre un tal Mabrú que iba a la guerra y no volvía ni por Pascua ni por la Trinidad... No puedo dejar de tararearla cada vez que se celebra esta fiesta.
La Trinidad, la unión de sin confusión de esas tres substancias en una esencia, tres rostros de la única divinidad, tres expresiones que sin ser la misma están unidas de tal forma que lo que nos parece distinto y propio de cada uno lo es trambién adecuado de los otros.
Es una excusa como otra cualquiera para reflexionar sobre un punto central de la fe que - sorprendentemente - ni siquiera hemos conseguido encontrar una forma de expresarlo que no nos haga sonreír cuando la pobreza de nuestro lenguaje (Trin. VII, 4,9) la define como "tres personas en una misma esencia". Una frase que conserva la ortodoxia pero que no deja de sonar a hueca definición, sin carne ni historia ni pasión.
¡Y es uno de los puntos centrales de la fe cristiana! Y uno de los irrenunciables renunciados. Podríamos ser cristianos sin ética, incluso sumidos en el pecado y la contradicción podemos "ser de Cristo", ser suyos. Podemos llevar el signo del bautismo incluso cuando se nos olviden la oraciones y apenas podamos balbucear "Padre nuestro". Pero no podríamos ser "de Cristo" si no fuéramos llamados y renovados en el bautismo por el Padre, en el Hijo por medio del Espíritu. Y, aún así, si nos paramos un momento, podríamos imaginarnos que nada cambiaría en nuestra jornada si el Dios Único fuera realmente el Dios Único.
Porque si fuera sólo el Padre - y no hubiera ni Hijo ni Espíritu - la encarnación no sería una obra de Dios, sino una metáfora, una apariencia. Si el Hijo no fuera realmente Dios, su obediencia seguiría siendo un ejemplo, pero ¿quién habría muerto? ¿Sólo uno hombre?
Y si Dios fuera sólo el Hijo, la encarnación no sería un acto de obediencia y en sí mismo un acto de entrega total, sino simplemente una especie de aventura divina, un Dios que pasa por el tamiz de la prueba y la dificultad. Sería como una épica batalla contra la muerta, hecha en sí y por sí, pero no por otro, no en obediencia a otro. ¿Cómo ser un modelo y un camino para nosotros? Si no es una oblación sino un acto personal y hacia sí mismo ¿tendremos que copiarlo haciendo de nuestra vida un camino hacia nosotros mismos? ¿Y su Espíritu que manda el Padre? ¿Sólo una metáfora para describir un estado de ánimo, una emoción o una posición de la volutad?
Y si sólo fuera Dios el Espíritu que vive en nosotros, entonces ni la creación ni la encarnación ni la muerte de Jesús serían "obra de Dios" sino sólo obras hechas "por inspiración de Dios". Si Divino fuera sólo el respiro que nos hace vivir en comunión, sin un Padre que nos acoja, sin un Hijo que nos sirva de cabeza y primero de muchos, ¿nuestra llamada a vivir la vida divina es sólo dejarnos llenar de esta divinidad y vivirla así nosotros mismos? Sin una voz que llama al origen de los tiempos, sin una compañía que toma rostro entre nosotros.
Todas las respuestas parecerían adeucadas, útiles y quizás cómodas. Pero la creer en el Dios Uno y Trino nos ayuda a ver nuestra pluralidad llamada a la unidad, ver la encarnación del Hijo, enviado por el Padre y obrada con la potencia del Espíritu como una proyección en la carnalidad de la humanidad del negativo que es la imagen del Dios eterno, es como revelar un negativo en papel fotográfico, es plasmar en la humanidad fragmentada la unidad de comunión trinitaria. Es hacer de la humanidad renovada una obra del Padre, por el Hijo en el Espíritu.
Y "mirar con los ojos de Dios". Mirar como mira Dios. Dice 2Cor 10,7 que no miremos "a medida de persona", según nuestra persona (o apariencia) que nos hace sentirnos nosotros parte de Cristo y precibir que los otros, los distintos no lo son; una mirada "kata prospon" "según persona" que permite decir "nosotros" de forma reductiva, dejando fuera a quien no se nos asemeja, marcando diferencias y justificando la fractura que el pecado introdujo en el mundo.
Pero quien mira como Dios, quien no mira a la medida de su "persona" puede ver la diversidad de personas y la unidad de sustanica, puede entender que "ser de Cristo" es sólo "serlo como lo son todos", completamente diversos y esencialmente unidos.
Y así la vida de la Trinidad se vuelve nuestra vocación, nuestra llamada, la promesa que Dios nos ha hecho, la inquietud marcada en nuestro corazón y al mismo tiempo la respuesta a la oración del Hijo al Padre en el Espíritu "que todos sean uno".
Como los granos de trigo, como los racimos prensados, que de muchos y diversos, a través de proceso de amasado, se hace un sólo Pan, un único Vino. Y así quien como de este Pan y bebe de este Vino, quien comparte el Cuerpo y la Sangre del Hijo, no sólo ofrece un sacrificio agradable al Padre, no sólo conmemora la obra del Hijo, ni sólo manifiesta la comunión del Espíritu, sino que recibe la vida de las tres personas distintas en un sólo Dios verdadero, vida que más que promesa es herencia, que más que futura es primicia presente.
Quien coma y beba, que considere la llamada que recibida a ser Trinidad.
La Trinidad, la unión de sin confusión de esas tres substancias en una esencia, tres rostros de la única divinidad, tres expresiones que sin ser la misma están unidas de tal forma que lo que nos parece distinto y propio de cada uno lo es trambién adecuado de los otros.
Es una excusa como otra cualquiera para reflexionar sobre un punto central de la fe que - sorprendentemente - ni siquiera hemos conseguido encontrar una forma de expresarlo que no nos haga sonreír cuando la pobreza de nuestro lenguaje (Trin. VII, 4,9) la define como "tres personas en una misma esencia". Una frase que conserva la ortodoxia pero que no deja de sonar a hueca definición, sin carne ni historia ni pasión.
¡Y es uno de los puntos centrales de la fe cristiana! Y uno de los irrenunciables renunciados. Podríamos ser cristianos sin ética, incluso sumidos en el pecado y la contradicción podemos "ser de Cristo", ser suyos. Podemos llevar el signo del bautismo incluso cuando se nos olviden la oraciones y apenas podamos balbucear "Padre nuestro". Pero no podríamos ser "de Cristo" si no fuéramos llamados y renovados en el bautismo por el Padre, en el Hijo por medio del Espíritu. Y, aún así, si nos paramos un momento, podríamos imaginarnos que nada cambiaría en nuestra jornada si el Dios Único fuera realmente el Dios Único.
Porque si fuera sólo el Padre - y no hubiera ni Hijo ni Espíritu - la encarnación no sería una obra de Dios, sino una metáfora, una apariencia. Si el Hijo no fuera realmente Dios, su obediencia seguiría siendo un ejemplo, pero ¿quién habría muerto? ¿Sólo uno hombre?
Y si Dios fuera sólo el Hijo, la encarnación no sería un acto de obediencia y en sí mismo un acto de entrega total, sino simplemente una especie de aventura divina, un Dios que pasa por el tamiz de la prueba y la dificultad. Sería como una épica batalla contra la muerta, hecha en sí y por sí, pero no por otro, no en obediencia a otro. ¿Cómo ser un modelo y un camino para nosotros? Si no es una oblación sino un acto personal y hacia sí mismo ¿tendremos que copiarlo haciendo de nuestra vida un camino hacia nosotros mismos? ¿Y su Espíritu que manda el Padre? ¿Sólo una metáfora para describir un estado de ánimo, una emoción o una posición de la volutad?
Y si sólo fuera Dios el Espíritu que vive en nosotros, entonces ni la creación ni la encarnación ni la muerte de Jesús serían "obra de Dios" sino sólo obras hechas "por inspiración de Dios". Si Divino fuera sólo el respiro que nos hace vivir en comunión, sin un Padre que nos acoja, sin un Hijo que nos sirva de cabeza y primero de muchos, ¿nuestra llamada a vivir la vida divina es sólo dejarnos llenar de esta divinidad y vivirla así nosotros mismos? Sin una voz que llama al origen de los tiempos, sin una compañía que toma rostro entre nosotros.
Todas las respuestas parecerían adeucadas, útiles y quizás cómodas. Pero la creer en el Dios Uno y Trino nos ayuda a ver nuestra pluralidad llamada a la unidad, ver la encarnación del Hijo, enviado por el Padre y obrada con la potencia del Espíritu como una proyección en la carnalidad de la humanidad del negativo que es la imagen del Dios eterno, es como revelar un negativo en papel fotográfico, es plasmar en la humanidad fragmentada la unidad de comunión trinitaria. Es hacer de la humanidad renovada una obra del Padre, por el Hijo en el Espíritu.
Y "mirar con los ojos de Dios". Mirar como mira Dios. Dice 2Cor 10,7 que no miremos "a medida de persona", según nuestra persona (o apariencia) que nos hace sentirnos nosotros parte de Cristo y precibir que los otros, los distintos no lo son; una mirada "kata prospon" "según persona" que permite decir "nosotros" de forma reductiva, dejando fuera a quien no se nos asemeja, marcando diferencias y justificando la fractura que el pecado introdujo en el mundo.
Pero quien mira como Dios, quien no mira a la medida de su "persona" puede ver la diversidad de personas y la unidad de sustanica, puede entender que "ser de Cristo" es sólo "serlo como lo son todos", completamente diversos y esencialmente unidos.
Y así la vida de la Trinidad se vuelve nuestra vocación, nuestra llamada, la promesa que Dios nos ha hecho, la inquietud marcada en nuestro corazón y al mismo tiempo la respuesta a la oración del Hijo al Padre en el Espíritu "que todos sean uno".
Como los granos de trigo, como los racimos prensados, que de muchos y diversos, a través de proceso de amasado, se hace un sólo Pan, un único Vino. Y así quien como de este Pan y bebe de este Vino, quien comparte el Cuerpo y la Sangre del Hijo, no sólo ofrece un sacrificio agradable al Padre, no sólo conmemora la obra del Hijo, ni sólo manifiesta la comunión del Espíritu, sino que recibe la vida de las tres personas distintas en un sólo Dios verdadero, vida que más que promesa es herencia, que más que futura es primicia presente.
Quien coma y beba, que considere la llamada que recibida a ser Trinidad.
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